domingo, 23 de marzo de 2008

EL LLAMADO A LA PRIMERA CRUZADA

GOBIERNO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRESSECRETARIA DE EDUCACIÓN
ESCUELA NORMAL SUPERIOR Nº1 "Pte. Roque S. Peña"
Nivel Medio
Área de Ciencias Sociales


SEGÚN ROBERTO EL MONJE
El año de la Encarnación de 1095, se reunió en la Galia un gran concilio en la provincia de Auvernia y en la ciudad llamada Clermont. Fue presidido por el Papa Urbano II, cardenales y obispos; ese concilio fue muy célebre por la gran concurrencia de franceses y alemanes, tanto obispos como príncipes. Después de haber regulado los asuntos eclesiásticos, el Papa salió a un lugar espacioso, ya que ningún edificio podía contener a aquellos que venían a escucharle. Entonces, con la dulzura de una elocuencia persuasiva, se dirigió a todos: "Hombres franceses, hombres de allende las montañas, naciones, que vemos brillar en vuestras obras, elegidos y queridos de Dios, y separados de otros pueblos del universo, tanto por la situación de vuestro territorio como por la fe católica y el honor que profesáis por la santa Iglesia, es a vosotros que se dirigen nuestras palabras, es hacia vosotros que se dirigen nuestras exhortaciones: queremos que sepáis cuál es la dolorosa causa que nos ha traído hasta vuestro país, como atraídos por vuestras necesidades y las de todos los fieles. De los confines de Jerusalén y de la ciudad de Constantinopla nos han llegado tristes noticias; frecuentemente nuestros oídos están siendo golpeados; pueblos del reino de los persas, nación maldita, nación completamente extraña a Dios, raza que de ninguna manera ha vuelto su corazón hacia Él, ni ha confiado nunca su espíritu al Señor, ha invadido en esos lugares las tierras de los cristianos, devastándolas por el hierro, el pillaje, el fuego, se ha llevado una parte de los cautivos a su país, y a otros ha dado una muerte miserable, ha derribado completamente las iglesias de Dios, o las utiliza para el servicio de su culto; esos hombres derriban los altares, después de haberlos mancillado con sus impurezas; circuncidan a los cristianos y derraman la sangre de los circuncisos, sea en los altares o en los vasos bautismales; aquellos que quieren hacer morir de una muerte vergonzosa, les perforan el ombligo, hacen salir la extremidad de los intestinos, amarrándola a una estaca; después, a golpes de látigo, los obligan a correr alrededor hasta que, saliendo las entrañas de sus cuerpos, caen muertos. Otros, amarrados a un poste, son atravesados por flechas; a algunos otros, los hacen exponer el cuello y, abalanzándose sobre ellos, espada en mano, se ejercitan en cortárselo de un solo golpe. ¿Qué puedo decir de la abominable profanación de las mujeres? Sería más penoso decirlo que callarlo. Ellos han desmembrado el Imperio Griego, y han sometido a su dominación un espacio que no se puede atravesar ni en dos meses de viaje. ¿A quién, pues, pertenece castigarlos y erradicarlos de las tierras invadidas, sino a vosotros, a quien el Señor a concedido por sobre todas las otras naciones la gloria de las armas, la grandeza del alma, la agilidad del cuerpo y la fuerza de abatir la cabeza de quienes os resisten?" (Mt 10,37). "Aquel que por causa de mi nombre abandone su casa, o sus hermanos o hermanas, o su padre o su madre, o su esposa o sus hijos, o sus tierras, recibirá el céntuplo y tendrá por herencia la vida eterna" (Mt 19,29). […] Tomad la ruta del Santo Sepulcro, arrancad esa tierra de las manos de pueblos abominables, y sometedlos a vuestro poder. Dios dio a Israel esa tierra en propiedad, de la cual dice la Escritura que "mana leche y miel" (Nm 13,28); Jerusalén es el centro; su territorio, fértil sobre todos los demás, ofrece, por así decir, las delicias de un otro paraíso: el Redentor del género humano la hizo ilustre con su venida, la honró residiendo en ella, la consagró con su Pasión, la rescató con su muerte, y la señaló con su sepultura. Esta ciudad real, situada al centro del mundo, ahora cautiva de sus enemigos, ha sido reducida a la servidumbre por naciones ignorantes de la ley de Dios: ella os demanda y exige su liberación, y no cesa de imploraros para que vayáis en su auxilio.[1]

[1] ROBERT LE MOINE, Histoire de la Première Croisade, Ed. Guizot, 1825, Paris, pp. 301-306. Trad. del francés por José Marín R.